viernes, 17 de octubre de 2008

PUNTAS DE FLECHA DE EL-GOLEA




Cada ruta sobre el desierto se puede reconocer por los dibujos de la arena en el lomo de la tierra, miro hacia el suelo y las dunas parecen escamas de un lagarto gigante, un poco más adelante son olas rizadas con las crestas subrayadas por el sol y al final el Erg con sus dunas gigantes, sin mirar el GPS sabemos que nos acercamos a El-Golea. Una línea de brumas se levanta sobre el oasis, esa brecha en el desierto por donde mana tanta agua que la embotellan, dicen que hay un mar de agua dulce debajo del Sahara, allí crecen abundantes y espesos los palmerales y las huertas. El oasis acaba por el sur en un largo triangulo de agua rematado por las lágrimas de sal de algunos laguitos secos. Mientras espero que llenen el avión de combustible me paseo por la orilla del asfalto, los girasoles crecen altísimos y espigados, pero sus flores son muy pequeñas, algún pasajero debió matar la espera comiendo pipas por aquí, y les digo “Natsu Kusayá…”como en el haiku de Basho inspirado en el poema de Du-Fu. Bueno, aquí las yerbas crecen en Otoño, ¡oh, yerbas de Otoño!, poderosos guerreros yacen aquí mismo. Y es verdad, porque en el puesto de té que han derribado para ampliar el aeropuerto vendían puntas de flecha del tiempo en que estos desiertos fueron una selva, y los hombres cazaban enormes bestias. Hace sólo unas semanas, sentado en la plaza de la Alameda de Sevilla, sobre la pestilente y mágica laguna que desecó Leovigildo, saqué una de esas puntitas talladas en sílex de mi cartera para regalársela a una mujer, y no le interesó lo más mínimo. Me dijo que para que quería eso. Yo le contesté que esa puntita de piedra plana pertenecía a un tiempo en el que los hombres vivían dignamente en tribus, la única sociedad justa que el hombre ha conocido, un tiempo en el que la magia vivía en todos los pechos y la vida tenía sentido.

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